El alivio de los ahogados.
(Septiembre 2017)
(Septiembre 2017)
Estas
imágenes corresponden al día 10 de septiembre, tras dos o tres días de intensa
lluvia. A estos peces no los pesqué yo, ni los mató un tsunami, ni un tornado,
ni un terremoto. Bastó la ola de una lancha para lanzarlos fuera del río,
porque estos peces boquearon toda la tarde en búsqueda de un poco de oxígeno
fuera del agua. Sí, intentaban respirar aire, porque el agua en la que habitaban
estaba tan contaminada que ya no tenía oxígeno del cual respirar. Se
amontonaban en la orilla, con sus bocotas de bagre diseñadas para barrer el
fondo asomadas entre las ramas de los sauces. Tan asfixiados estaban que podía
empujarlos con un palo sin que se alteraran. Hasta llegué a pescar uno
emboscándolo con un balde. Parecían dormidos. No me extrañó cuando unas horas
después encontré estos peces muertos fuera del agua.
Es la primera vez que lo veo, pero los viejos isleños ya me habían
contado de esto. Cuando llueve mucho abren las compuertas del Canal Aliviador
para desagotar la ciudad. Esas aguas turbias y podridas no tienen oxígeno, solo
basura y perros muertos. Son la sangre sucia de la comunidad porteña, los
desechos tóxicos que un riñón atrofiado no puede limpiar.
Quiero compartir esto para que
tomemos dimensión de lo que es la ciudad. Cuando uno vive ahí no toma
conciencia del hábitat que se construyó la humanidad, y en la que cada vez más
humanos recaen en la desesperada búsqueda de trabajo. Uno ve los edificios,
esos enormes bloques de cemento con esqueletos de hierro. En este instante, un
tornado arrasa el Caribe y el sur del Norte de América. Un terremoto, el más
fuerte de los últimos cien años, destruyó parte de México hace unos pocos días,
y rige un alerta por probable tsunami. En la ciudad de Buenos Aires, los
habitantes solo se acuerdan de la naturaleza cuando desbordan los ríos -como el
Arroyo Maldonado, el único Maldonado que Macri se dignó a mencionar en su
discurso postelectoral-, o cuando una bajante record de más de tres días deja
la orilla del Río de la Plata sin suficiente agua para absorber. Como mucho, el
pánico cundió cuando un viento poco usual trajo mosquitos especialmente
resistentes al frío y posibles portadores de varias enfermedades. Pero el resto
del año, el agua sale limpia de la canilla como por arte de magia, la misma
magia que después se la lleva de la casa dejando el inodoro reluciente. Su
destino resulta misterioso. Los mosquitos se fumigan, las palomas mueren por
los ruidos de fuegos artificiales, y el agua cloacal, procesada hasta volverla
potable, vuelve a entrar transparente en los cálidos y hacinados hogares. Todo
parece nuevamente purificado, y las almas urbanas pueden descansar tranquilas.
La realidad, en cambio, es un
poco más compleja. El agua podrida no se depura del todo, y su turbiedad en
algún lugar queda. La minería no resulta intrascendente para la estructura
terrestre, y los intensos gases urbanos y ganaderos no se disuelven en el aire
hasta desaparecer.
Tampoco quiero que se me malentienda. No pido, ni creo posible, que todo
se resuelva con "el pequeño cambio individual", con enterrar la
basura en el patio o fugarse al campo. Esto no es simplemente la suma de la
contaminación de las personas, la huella que dejamos todos al comer, al cagar y
al respirar. Esto es algo más grande, más sistemático, más globalizado: esto es
el residuo del capitalismo. Otra vez no hablo de esa cuota de consumismo
desmedido al que nos acostumbraron, esa que nos inculcaron mediante la
desesperada fórmula de transformar nuestro trabajo en algo más que papel
pintado, esa a la que nos empuja la obsolencia programada, la obsolencia
percibida y la obsolencia del sistema social. Todo esto, claro está, también
contamina, y es también el resultado de un capitalismo que se nos cuela en los
huesos y neuronas. Pero lo que más contamina de la ciudad no son las personas,
sino las empresas y sus fábricas que concentran el trabajo de esos miles de humanos
que claman por sobrevivir y que poca atención le prestan a la contaminación que
consumen, puesto que tampoco tienen mucha posibilidad de maniobra dentro de un
sistema que les corta los lazos solidarios. Tampoco alcanza con culpar a la
mala intención de los empresarios, a su codicia desmedida e inmoral, aunque ésta
nunca falta. Son, en realidad, los engranajes intrínsecos del capitalismo, cuya
competencia salvaje los empuja a llevar al mínimo sus costos, a evitar cada
gasto que les permita ganar la carrera por los mercados mundiales en su
desesperado intento por mantener los empleos de los que extraer las ganancias.
No le falta razón al liberal que pide exención de impuestos y reducción de la
intervención del estado. La lucha por la acumulación de capital es despiadada,
y basta un solo pueblo reducido a la extrema explotación para que todo el resto
sucumba ante los reducidos precios de sus productos. Los pueblos arman a sus
estados con la intención de limitar la inmoralidad de las globalizadas
estructuras corporativas, pero bastan unos pocos años de crisis para que esa
limitación se torne alianza en función de ampliar los mercados a punta de
misil, o para que asegure la sumisión de los desvalorizados recursos humanos. Es
por eso que los sueños y promesas de limpiar los ríos se desmoronan una y otra
vez ante el ahorro que significa seguir tirando los residuos tóxicos al río,
ese mismo río sobre cuya vera se concentra la población marginada por ese mismo
capitalismo que los desplaza y empuja hasta verlos con los pies en el agua.
Los peces del 10 de septiembre son una metáfora de nosotros mismos, el
reflejo de nuestro inhumano modo de vida. Hace falta dejar de pensar en
nuestras propias huellas individuales y empezar a actuar en cambios a gran
escala, porque la naturaleza no se apiadará de nosotros en cada uno de sus
sacudones. Ya no bastará esconder nuestras cabezas en la tierra como avestruces
para ignorar la masacre a la que nos sometemos, a la ruina a la que nos
aproximamos. Si no acabamos con este sistema, si no basamos nuestras relaciones
económicas y políticas en otros fundamentos, ya no de competencia sino de
cooperación, no en función del lucro individual sino de la solidaridad social,
muy pronto serán los peces quienes nos vean sumergir nuestras cabezas en el
agua en búsqueda del oxígeno que ya no encontremos en el aire.