Carlos sal, cuenta los que no están.*
(2005)
*Cuento
publicado en la antología Tintas/
Cuentos SUB 18, seleccionados por el Concurso I Festival de Arte Joven
SUB18, organizado por la Secretaría de Cultura y la Secretaría de
Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, en 2005.
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Miralos a Ramiro y
a los pibes. Juegan al fútbol bajo un par de zapatillas que cuelgan de un cable
que cruza la esquina, unido por un sucio y gastado cordón. Calzando esas mismas
zapatillas, Marcos pateaba la pelota. No era el mejor jugador de la cuadra,
pero todavía podía jugar, poniendo el cuerpo que era una mole y que ahora
descansa. Los dedos se le escapaban por las puntas, como el mismo talón que cae.
Pero ésta no era una debilidad; tal vez el frío y afilado asfalto ya lo había
curtido de ampollas secas y piel dura. Marcos no se quedaba quieto. Corría cada
pelota que le correspondía, y, cuando no, buscaba desmarcarse, o marcar a otro.
Cuando estaba cansado, empezaba a revolear patadas a los contrincantes para no
tener que correrlos cuando le ganaban la espalda, o tiraba de lejos, sin amagar
ni para buscar un perfil de gol. A veces creo que se sentía rudo cuando jugaba.
Al menos eso me parecía cuando no expresaba ni una sonrisa cada vez que la
embocaba entre los caños, como si estuviera haciendo su trabajo, una más de las
changas que conseguía peleándola.
Entre día y día,
cuando no trabajaba ni jugaba al fulbito en la esquina, la pateaba por el
barrio juntándome chapitas de cerveza o gaseosa para que le jugara. Siempre con
sus amigos y un bagullito familiero que compartían como si fuera un mate. Pitada
a pitada. Hasta que quedaba una tuca que era más papel que fasito. Y la tomaba
con los dedos, que estaban más curtidos que la planta de sus pies, dejando un
sorbito de aire para que prendiera más fuerte. La quemaba entre los labios,
casi tragándosela.
Se escondía de mi
vieja, para que no lo cagara a pedos. No por él, porque ella sabía que era un
cuelgue y nada más. Pero no quería que me diera el ejemplo. Yo entonces me
hacía el boludo, y salía a encontrarlo donde sabía que paraba, en esta esquina.
Lo encontraba siempre ahí sentado, con los ojos rojos y brillosos, y la voz
grumosa que anunciaba mi llegada con un grito burlesco que me confiaba a sus
amigos. “¡Carlitos, Carlitos! ¡Cam tu mai ofisss, Carlitos!”, me gritaba
cargándolo al gordo Porcel en no sé qué película de mafias de esas que le
gustaban a él. Después me sermoneaba con que el fazo es rico y bueno; pero que
la merca es una cagada de la que no salís como el fazito. Que si fumaba,
supiera lo que hacía; que la vieja no lo supiera, que si se enteraba que me
andaba convidando nos iba a cagar a palos a los dos, y él, después, me la iba a
volver a dar a mí. Que me fijara adonde me metía a pegar; aunque después la
pensaba unos segundos, y se retractaba diciéndome que si quería se la pidiera a
él, con confianza, que para eso están los hermanos. Entonces me lo pasaba y se
reía de cómo fumaba; que porque era pibe; o por cómo el pibe le estaba dando; o
se reían entre todos de cómo esta punta nos hacía toser y que éste nunca más,
porque era una cagada, o sí, por lo barato. Que alardeaban de este precio, que
se prevenían de la persecuta de este otro, que andaba re duro y le pinta mala
onda, que la yuta está por todas partes.
Así se distendía
del día que había sido una mierda. El del taller, que era un pancho que se
hacía el fumanchero chorro y se creía groso por las adidas de trescientos
pesos, que al otro día eran las nike de doscientos, porque decía le cabió más
esas. Pero Marquitos sabía que se las habían choreado y la mamá le compró unas
nuevas pensando que le pagaba vaya uno a saber que otra mierda indispensable. O
se olvidaba de alguna pelea con la novia que lo tenía cagando. Se hacía el
boludo, todos nos hacíamos, aunque se lo echábamos en cara cuando nos
peleábamos, haciéndose el langa con esta otra mina que tiene un re culo, o
aquella tetona del boliche. Pero sabíamos bien como la quería a la novia, cómo
la trataba distinto y con una cara seria y amenazante no dejaba ni que la
mirásemos; en vez de esa risita cómplice, del que mete los cuernos y no quiere
que se los meta ni la amante, que nos hacía por las espalda de la otra culona,
sabiendo que nos lo estábamos comentando.
Algún
par de veces me llevó a una bailanta de por ahí, tironeándome hasta con los
diente para que mi vieja me soltara. Pero eran más por la tardecita, por el
barrio, que se armaban por la calle cuando algún viejo sacaba algún parlante
para vendernos más choris y unas cuantas cervezas. Y en esas vueltas, me enseñó
a bailar cumbia y a escabiar tetra; y entonces, ya más en pedo, me incitaba a
chamuyarme alguna de sus amiguitas tetonas, que me besaban más por chiquito y
lindo que por cualquier otra cosa. Yo lo sabía pero no me importaba. Las
besuqueaba y me las refregaba por todas partes; y ellas, que eran más pillas,
se me reían por chiquito y toquetón; pero se hacían las tontas y lo disfrutaban
tanto como yo.
Seré
pibe, pero la aprendí de él, como tantas otras cosas que le debo. Como a
defenderme o, al menos, a poner la cara y lo puños bien cerrados cada vez que
alguien la bardea. Porque no seré el más groso de los pibes; pero yo no me dejo
tocar el culo por nadie; aunque me caguen a palos. Mi culo es mi culo, y eso lo
aprendí de él; porque así era y así terminó. Y lo bien que hizo; aunque yo lo
quiero y lo extraño; pero él tenía las pelotas bien puestas y las tuvo hasta el
final. Marcos cantaba Los Redondos. Juguetes Perdidos le ponía la piel de
gallina, y cada vez que veía un rati le gritaba como borracho: “¡violencia es
mentir!”.
Y
en una se armó la podrida. Él andaba cruzado, como el rati, que más que sacado
estaba re duro. Y entonces, sacó el chumbo y se lo apuntó a mi hermano, como si
fuera a comerse los mocos. Marcos no se arrodilló ni con el caño en la frente,
y en esa se le escapa y ¡pum! Que quiso sacarle el arma, que el gatillo estaba
liviano. Que digan lo que quieran los putos esos; pero que a la yuta hay que
matarla y no dejar uno solo lo sabe todo el mundo. Cuando mi vieja se enteró,
casi se mata, se moría sola. No comía, y eso que no nos sobran ni las migas,
aunque le guardábamos su parte. Pero estoy yo, y supo darse cuenta a tiempo, y
supe darme cuenta. Y siguió, y yo acá, viendo jugar a los pibes bajo las
zapatillas de Marquitos. El humo que corre y algún día voy a matar a uno para
vengar a mi hermanito… Ya lo va a ver desde el cielo, que el vago le debe estar
haciendo partido.
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